El “chavalín” que acomodó a los guerrilleros en la Sierra de Guadarrama
“y lloramos como tontos”
In memoriam
Desde esta sección, “La Sierra en el punto de mira”, dedico mi humilde homenaje a la memoria de Dionisio Esteban Martín, que falleció el pasado 1 de marzo del presente año. Conocí a Dionisio el 17 de enero de 2020, gracias a las gestiones que realizó mi amigo Borja, con objeto de preparar la entrevista sobre su actividad con los guerrilleros de la Sierra madrileña, en las inmediaciones de Mataelpino. Una entrevista que, con sus preparativos y demás, pudo ser cosa de poco más de hora y media, tiempo más que suficiente para apreciar la humildad de esta buena persona.
Me acerqué a Dionisio porque quería conocer al hombre, ya mayor, que en su niñez ayudó a los guerrilleros que operaban en este entorno serrano; especialmente por encontrarse uno de los guerrilleros más destacados de España, Adolfo Lucas Reguilón García, conocido con el nombre político de Severo Eubel de la Paz.
En concreto, entre 1946 y 1947, la Sierra de Madrid se convirtió en un importante punto de mira para la guerrilla; de ahí que la Guardia Civil tuviera que activar su protocolo de vigilancia, máxime ante la numerosa presencia de presos políticos que se encontraban en los destacamentos penales existentes para la construcción del ferrocarril directo Madrid-Burgos, acogidos al sistema de Redención de Penas por el Trabajo, y donde había que destacar un nutrido grupo de militantes del Partido Comunista. Precisamente, dos de ellos consiguieron fugarse del destacamento penal de Colmenar Viejo el 21 de marzo de 1946, Fermín Morera “Ciclón” y Teodoro del Real Yáñez “Formal” para unirse a las fuerzas de “Severo”.
Fotografía de Adolfo Lucas Reguilón, autonombrado “Severo Eubel de la Paz, tomada de de su autobiografía publicada en 1975, bajo el título: “El último guerrillero de España”, en la Colección testimonios. Ed. A.G.L.A.G. Madrid.
Dionisio recordaba con suma claridad su primer contacto con este grupo, que iniciaba sus operaciones para organizar la guerrilla en el entorno de los pueblos de Cerceda, El Boalo, Matalpino y Manzanares el Real, entre otros más:
Mi padre tenía 300 cabras, y las guardaba yo solito, con doce añitos. Estaban (los guerrilleros) arriba en “Los Porrones”. Allí no tenían covacho, y se pasmaban. Dije: - ¿Por qué no se bajan ustedes ahí, que eso es más cálido, en el barranco de “La canal” - que era un covacho muy grande. Eran nueve, no eran ni uno ni dos. Me hicieron caso y allí hicieron comida. Estuvieron seis años.
Tenían un horno para cocer pan, y cocían por la noche para que no los vieran, pero ha desaparecido todo. Detrás del covacho había una piedra, que no podía entrar nadie más que yo, y allí guardaban las escopetas. Había una encina. Esa encina ha visto todo.
Yo pasaba con las cabras todos los días, me daban un besito, tan contento, y me dijeron: -No digas nada porque si dices algo te matamos.
Entonces, yo no se lo dije a nadie, ni a mis padres, ni a hijos, nada. Lo primero que pensé es que si los chicos se van de la lengua a quien me pueden causar una muerte es a mí. Pero “Severo”, que era muy buena persona, de tanto como me apreciaba y me quería, me dijo: -No, no tengas miedo, que no te vamos a matar. Te han dicho mis compañeros que te van a matar, pero a ti no te matamos porque eres muy cariñoso y muy buena persona”.
Dionisio nos fue narrando sus vivencias sumamente extraordinarias, pues, como nos decía: -Yo tengo una historia cojonuda.
Cuando tuvo que declarar ante la Guardia Civil, dijo no saber absolutamente nada. El niño fue fiel a su palabra y al compromiso de amistad que asumió con aquellos guerrilleros, que calificó de “cariñosos”. Con el paso del tiempo, tras la detención de “Severo” y su posterior puesta en libertad, éste regresó con su mujer a los pueblos de la Sierra madrileña para recordar aquellos tiempos de lucha para recuperar la República. Dionisio nos comentó aquél encuentro con emoción:
Cuando vino Severo a Mataelpino, me vio y me dijo: -¡Hombre, chavalín!, te he conocido por los ojos azules. La persona más buena de este pueblo, que no nos denunció, y eso que era un niño y se le podía haber escapado.
Se emocionó Severo y yo, y lloramos como tontos.
Fernando Colmenarejo García
Arqueólogo